Dice James Bridle en su libro Modos de existir: “El contacto visual está cargado de jerarquía, dominación y agresividad, hasta tal punto que mirar fijamente a un extraño es algo altamente incómodo”. Pero yo me pregunto: si siempre nos han dicho que mirar a una persona a los ojos es signo de atención, y que los ojos son el reflejo del alma, ¿por qué sostener la mirada conscientemente resulta tan difícil?
Podemos hacerlo si no lo cuestionamos, pero cuando lo hacemos con intención, surge algo parecido a un pulso, como cuando éramos pequeños y jugábamos a no pestañear mientras mirábamos fijamente a alguien. Ahora bien, ¿qué ocurre si esa mirada decidimos mantenerla con nosotros mismos, frente a un espejo? El espejo nos devuelve algo que quizá no queremos ver.
Tal vez el problema sea que, al mirarnos al espejo, no nos permitimos vernos realmente. Nos fijamos en nuestras arrugas, manchas, imperfecciones… vemos una fotografía estática, incompleta. Adoptamos una postura rígida, como si nos estuviéramos preparando para un juicio. Juzgados por el peor juez de todos: nosotros mismos.
Cuando aparece la compasión y logramos reconciliarnos con esa persona, esa que lleva toda la vida al otro lado, nosotros mismos, es cuando realmente conseguimos vernos en nuestra totalidad. Con nuestros claros y oscuros, con nuestras contradicciones, pero maravillosos en nuestra autenticidad.