Cuando vemos un árbol majestuoso cubierto por una preciosa enredadera, pensamos: qué maravilla de imagen. Y lo es. Incluso para el árbol puede resultar beneficiosa, porque aporta valor ecológico al generar un hábitat para otras especies y proteger el tronco de los climas extremos. Pero, si se deja crecer sin control, la enredadera acaba asfixiando al árbol lentamente, quitándole recursos: agua, nutrientes y luz solar.
Esta misma paradoja podemos trasladarla a nuestra relación con las tecnologías. En la superficie nos mejoran (nuestras fotos, nuestros textos, nuestra productividad, incluso nuestra propia imagen). Pero, sin control, pueden dañarnos y anularnos.
Ceder nuestras funciones cognitivas a la tecnología tiene un coste, y no solo económico:
- Atención: cada vez nos cuesta dedicar mucho tiempo a una misma actividad.
- Reflexión: la falta de cuestionamientos nos impide abrir el pensamiento.
- Opinión: aceptar como válidas las opiniones de otros nos hace perder identidad propia.
- Análisis: profundizar en los temas nos permite entenderlos mejor.
- Creatividad: el pensamiento divergente es un músculo que mejora con la práctica.
- Decisiones: la libertad de poder decidir es una de nuestras funciones más preciadas.
Todas estas funciones nos conectan profundamente con el sentido de nosotros mismos. ¿A quién o a qué se las estamos entregando?
Las tecnologías no son neutras; están creadas con un propósito, el económico. Por ello, como individuos y como sociedad, es vital cuestionarlas y mantener una desconfianza sana, no para evitarlas, sino para usarlas desde un lugar de responsabilidad física, emocional y mental.